El sauce llorón
Carmen Vázquez Vigo – Carme Nadal
Siempre tengo la cabeza mojada. Pero no me quejo. A nosotros nos gusta vivir junto al agua.
Los libros más antiguos dicen que ya había sauces en las riberas de los ríos de Babilonia, y que a los chinos les parecíamos tan hermosos que nos pintaban en sus porcelanas más que a ningún otro árbol. Desde aquí, gracias a los chinos.
También los poetas nos tienen muy presentes. Especialmente cuando les entra la melancolía. Y nos han llamado “llorones”, aunque yo, de triste, no tengo una hoja.
Vivo contento a la orilla de un lago donde los juncos miran por encima del hombro a los lirios amarillos y las violetas se estiran todo lo que pueden para ver qué pasa más allá de la hierba húmeda.
No es mucho, la verdad. En el lago hay plantas que usan los globitos de sus tallos como flotadores, nenúfares que se hacen un ovillo para irse a dormir y cuatro patos con antifaces blancos.
Cualquiera que no los conozca creería que van a una fiesta de disfraces, pero yo sé que no van a ninguna parte. Se conforman con deslizarse en fila por el agua, hundiendo el pico de vez en cuando para pescar un bocado sabroso.
Y las ranas. Ojalá vivieran en otro sitio. No hay quien las aguante. Saltan sin parar, lo ponen todo perdido con sus largas ristras de huevos gelatinosos, chillan croac-croac, tan satisfechas como si fueran los Niños Cantores de Viena. Y lo peor: bucean para tirarme de las ramas que tengo en remojo. Nos hemos peleado miles de veces por este motivo.
A veces tengo envidia de los animales, porque ellos pueden moverse y yo no, siempre había soñado con poder caminar, pero mis raíces están sujetas al suelo. Yo quiero moverme. Por eso lloro y lloro.
Al final tendré que aceptar ser un árbol, pero conservaré ese deseo hasta mi muerte.
Fin