Durante mi vida, he tenido la dicha de vivir en lugares y países diferentes, sobre todo por el trabajo de mi padre. Nos mudamos de Tejas a Bélgica en 2001, cuando tenía 9 años. Alquilamos una casa en la zona norte del país, más precisamente, en la zona flamenca. Recuerdo que no podía hablar ni una palabra mi primer día en la escuela belga de nuestro barrio. Pero aunque fue una experiencia que me dio miedo al principio, acabó ese mismo día y regresé a mi casa feliz y con nuevos amigos. Irónicamente, a pesar de que vivir en Europa como un niño estadounidense, fue un cambio desorientador, pero no fue el choque cultural más grande que he vivido.
Durante mi maestría en salud pública, tuve la oportunidad de hacer un proyecto de investigación en un hospital de Etiopía, gracias a la red profesional de mi asesor. Había ido a África antes, pero sólo al norte, en países musulmanes como Egipto y Marruecos. Son países bastante diferentes a los de Europa, pero todavía son destinos comunes para turistas. No me sentí demasiado como un extranjero. En cambio, me sentí como chancho en misa durante mis estancias en Adís Abeba. Porque no es un destino turístico, y la mayoría de los extranjeros en la ciudad trabaja con organizaciones como las Naciones Unidas. Además, Etiopía no tiene una historia de colonialismo a diferencia de otros países africanos. Por eso, el lenguaje principal que ha sido y ha quedado es el amhárico, un lenguaje muy diferente al inglés o francés y un idioma bastante difícil para entender, por lo menos para mí. Etiopía no tiene tampoco el nivel de desarrollo económico o de infraestructura como Egipto o Marruecos. Por dicha razón, las calles aún en la capital de Adís Abeba son rocosas y polvorientas, y la falta de alumbrado las hace muy oscuras después del anochecer.
Etiopía es un país hermoso y la gente es amable y trabajadora, pero nunca perdí mi sentido de ser blanco entre los etíopes. Fue una sensación extraña y muy reveladora, especialmente para alguien como yo.